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- En la venta del Molinillo, que está puesta en los confines de los famo-
- sos campos de Alcudia, como vamos de Castilla a la Andalucía, un día de
- los calurosos de verano se hallaron en ella acaso dos muchachos de has-
- ta edad de catorce o quince años; el uno ni el otro pasaban de diecisie-
- te; ambos de buena gracia, pero muy descosidos, rotos y maltratados.
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- Capa no la tenían; los calzones eran de lienzo, y las medias de carne;
- bien es verdad que lo enmendaban los zapatos, porque los del uno eran
- alpargatas, tan traídos como llevados, y los del otro, picados y sin
- suelas. Traía el uno montera verde de cazador; y el otro un sombrero
- sin toquilla, bajo de copa y ancho de falda.
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- A la espalda y ceñido por los pechos traía el uno una camisa de color de
- camuza, encerada, y recogida toda en, una manga; el otro venía escueto y
- sin alforjas, puesto que en el seno se le parecía un gran bulto, que, a
- lo mejor que después pareció, era un cuello de los que llaman valonas,
- almidonado con grasa y tan deshilado de roto, que todo parecía hilachas.
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- Venían en él envueltos y guardados unos naipes de figura ovada, porque
- de ejercitarlos se les habían gastado las puntas, y porque durasen más,
- se las cercenaron y los dejaron de aquel talle. Estaban los dos quemados
- del sol, las uñas caireladas, y las manos no muy limpias; el uno tenía
- media espada, y el otro, un cuchillo de cachas amarillas.
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- Saliéronse los dos a sestear en un portal o cobertizo, que delante de la
- venta se hace, y sentándose frontero el uno del otro, el que parecía de
- más edad dijo al más pequeño: -¿De qué tierra es vuesa merced, señor
- gentilhombre, y para adónde bueno camina? -Mi tierra, señor caballero
- -respondió el preguntado-, no la sé ni para dónde camino tampoco.
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- Pues en verdad -dijo el mayor- que no parece vuesa merced del cielo y
- que éste no es lugar para hacer su asiento en él; que por fuerza se ha
- de pasar adelante. -Así es -respondió el mediano-; pero yo he dicho ver-
- dad en lo que he dicho; porque mi tierra no es mía, pues no tengo en ella
- más de un padre que no me tiene por hijo, y una madrastra que me trata...
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- -¿Y sabe vuesa merced algún oficio? -preguntó el grande. Y el menor res-
- pondió: -No sé otro sino que corro como una liebre y salto como un gamo,
- y corto de tijera muy delicadamente. -Todo eso es muy bueno, útil y pro-
- vechoso -dijo el grande-; porque habrá sacristán que le dé a vuesa mer-
- ced la ofrenda de Todos los Santos porque para el Jueves Santo le corte...
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- -No es mi corte de esa manera -respondió el menor-, sino que mi padre,
- por la misericordia del cielo, es sastre y calcetero, y me enseñó a cor-
- tar antiparas, que, como vuesa merced bien sabe, son medias calzas con
- avampiés, que por su propio nombre se suelen llamar polainas, y córtolas
- tan bien, que en verdad me podría examinar de maestro.
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- -Todo eso y más acontece por los buenos -respondió el grande- y siempre
- he oído decir que las buenas habilidades son las perdidas; pero aún edad
- tiene vuesa merced para enmendar su ventura. Mas si yo no me engaño y el
- ojo no me miente, otras gracias tiene vuesa merced, y no las quiere mani-
- festar. -Sí tengo -respondió el pequeño-; pero no son para en público.
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- A lo cual replicó el grande: -Pues yo le sé decir que soy uno de los más
- secretos mozos que en gran parte se pueden hallar; y para obligar a vuesa
- merced que descubra su pecho y descanse conmigo, le quiero obligar con des
- cubrirle el mío primero; porque imagino que no sin misterio nos ha juntado
- aquí la suerte, y pienso que habemos de ser, deste hasta el último día...
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- Don Quijote, acompañado de su intrépido corazón, saltó sobre Rocinante y,
- embrazando su rodela, terció su lanzón y dijo: -Sancho amigo, has de sa-
- ber que yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro para
- resucitar en ella la de oro, o la dorada como suele llamarse. Yo soy aquel
- para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas...
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- Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas de esta noche, su ex-
- traño silencio, el sordo y confuso estruendo de estos árboles, el teme-
- roso ruido de aquella agua, que parece que se despeña y derrumba desde
- los altos montes de la Luna, y aquel incesabel golpear que nos hiere y
- lastima los oídos; las cuales cosas, todas juntas y cada una de por sí.
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- Pues todo esto que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi áni-
- mo, que ya hace que el corazón me reviente en el pecho, con el deseo que
- tiene de acometer esta aventura. Así que aprieta un poco las cinchas a
- Rocinante, y quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres días no más, en
- los cuales, si no volviere, puedes tú volverte a nuestra aldea.
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- Y desde allí, por hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde dirás
- a la incomparable señora mía Dulcinea que su cautivo caballero murió por
- acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo. Sancho, ate-
- rrado, le ruega que no lo deje solo, pero no lo convence. Por lo cual, ata
- las patas de Rocinate, que no se puede mover. Don Quijote se desespera.
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- En esto, parece ser, o que el frío de la mañana que ya venía, o que San-
- cho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fue cosa natural -que
- es lo que más se debe creer-, a él le vino en voluntad y deseo de hacer
- lo que otro no pudiera hacer por él; mas era tanto el miedo que había en-
- trado en su corazón que no osaba apartarse un negro de uña de su amo.
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- Pues pensar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible. Y así,
- lo hizo fue soltar la mano que tenía asida al arzón trasero, con lo
- cual, bonitamente y sin rumor alguno, se soltó la lazada corrediza
- con que los calzones se sostenían, sin ayuda de otra alguna, y en qui-
- tándosela, dieron luego abajo, y se le quedaron como grillos.
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- Tras esto, alzó la camisa lo mejor que pudo, y echó el aire entrambas
- posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho eso -que él pensó que era
- lo más quetenía que hacer para salir de aquel terrible aprieto y angus-
- tia- le sobrevino otra mayor, que fue que le pareció que no podía mudar-
- se sin hacer estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes.
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- Cuando don Quijote vio lo que era, enmudeció y pasmóse de arriba aba-
- jo. Mirole Sancho, y vio qie tenía la cabeza inclinada sobre el pecho,
- con muestras de estar corrido. Miró también don Quijote a Sancho, y
- viole que tenía los carrillos hinchados y la boca llena de risa, con
- evidentes señales de querer reventar con ella.
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- -Venid acá, señor alegre: ¿Paréceos a vos que, si como estos fueron ma-
- zos de batán, fueran otra peligrosa aventura, no habría yo mostrado el
- ánimo que convenía para emprendella y acaballa? ¿Estoy yo obligado, sien-
- do como soy caballero, a conocer y distinguir los sones, y saber cuáles
- son de batán o no? Y más, que podría ser, que no los he visto en mi vida.
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- Como vos los habréis visto, como villano ruin que sois, criado
- y nacido entre ellos. Si no, haced vos que estos seis mazos se
- se vuelvan en seis jayanes, y echádmelos a las barbas uno a uno,
- y todos juntos, y cuando yo no diere con todos patas arriba, haced
- de mí la burla que quisiérades.
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- Confieso a usted que empiezo a tener curiosidad de conocera esta mujer;
- tanto oigo hablar de ella. No creo que mi curiosidad carezca de fundamen-
- to, tenga nada de vano ni de pecaminoso; yo mismo siento lo que dice Pepi-
- ta; yo mismo deseo que mi padre, en su edad provecta, venga a mejor vida,
- olvide y no renueve las agitaciones y pasiones de su mocedad...
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- Sólo difiero del sentir de Pepita en una cosa: en creer que mi padre,
- mejor que quedándose soltero, conseguiría esto casándose con una mujer
- digna, buena y que le quisiese. Por esto mismo deseoconocr a Pepita y
- ver si ella puede ser esta mujer, pesándome ya algo, y tal vez entre en
- esto cierto orgullo de familia, que si es malo quisiera desechar...
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- Si tuviera yo otra condición, preferiría que mi padre se quedase soltero.
- Hijo único, entonces heredaría todas sus riquezas, y como si dijéramos,
- nada menos que el cacicato de este lugar; pero usted sabe bien lo firme
- de mi resolución. Aunque indigno y humilde, me siento llamado al sacer-
- docio, y los bienes de la tierra hacen poca mella en mi ánimo.
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- Si hay algo en mí del ardor de la juventud y de la vehemencia de las pa-
- siones propias de dicha edad, todo habrá de emplearse en dar pábulo a una
- caridad activa y fecunda. Hasta los muchos libros que usted me ha dado a
- leer, y mi conocimiento de la historia de las antiguas civilizaciones de
- los pueblos de Asia, unen en mí la curiosidad al deseo de propagar la fe.
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- Yo creo que no bien salga de este lugar, donde usted mismo me envía a
- pasar algún tiempo con mi padre, y no bien me vea elevado a la dignidad
- del sacerdocio, y aunque ignorante y pecador como soy, me sienta revestido
- por don sobrenatural y gratuito, merced a la soberana bondad del Altísimo,
- de la facultad de perdonar los pecados y de la misión de enseñar.
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- Si de mis cartas anteriores resultan encomios par el alma de Pepita
- Jiménez, culpa es de mi padre y del señor Vicario y no mía, porque al
- principio, lejos de ser favorable a esta mujer, estaba yo prevenido
- contra ella con prevención injusta. En cuanto a la belleza y donaire
- corporal de Pepita, crea usted que lo he considerado todo...
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- No hallo motivo suficiente para vaciar de opinión respecto a lo que ya
- he dicho a V. contestando a sus recelos de que Pepita pueda sentir
- cierta inclinación hacia mí. Me trata con el afecto natural que debe
- tener al hijo de su pretendiente D. Pedro de Vargas, y con la timidez
- y encogimiento que inspira un hombre en mis circunstancias...
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- Quiero y debo, no obstante, decir a V., ya que le escribo siempre como
- si estuviese de rodillas delante de V. los pies del confesionario, una
- rápida impresión que he sentido dos o tres veces: algo que tal sea una
- alucinación o un delirio, pero que he notado. Ya he dicho a V. en otras
- cartas que los ojos de Pepita, verdes como los de Circe, tienen un...
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- Se diría que ella ignora el poder de sus ojos, y no sabe que sirven más
- que para ver. Cuando fija en alguien la vista, es tan clara, franca y
- pura la dulce luz de su mirada, que en vez de hacer nacer ninguna idea
- mala idea, parece que crea pensamientos limpios; que deja en reposo grato
- a las almas inocentes y castas, y mata y destruye todo incentivo.
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- Me parece que sí; quiero creer y creo que sí. Lo rápido, lo fugitivo
- de la impresión, me indeuce a conjeturar que no ha tenido nunca rea-
- dad extrínseca; que ha sido ensueño mío. La calma del cielo, el frío de
- la indiferencia amorosa, si bien templado por la dulzura de la amistad
- y de la caridad, es lo que descubro siempre en los ojos de Pepita.
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